viernes, 20 de septiembre de 2013

Raquel y Pablo

Quizás previendo el desastre, seleccionó durante semanas el momento, las palabras y los movimientos a tener en cuenta.
Toda su vida a resguardo, se mantuvo alejado de riesgos y emociones, más allá de algún final triste o intrigante de alguna de aquellas películas que solían poner en la televisión durante la hora de la siesta.
Un inusual sentimiento de soledad le poseyó durante toda su vida. Desde niño, sus mejillas o manos no habían rozado jamás las de otra mujer que no fuera su madre. Nunca un amigo conoció, excepto aquel vecino con el que coincidía en el corto trayecto de ascensor que llevaba del portal de su casa, al sexto piso donde él pasaba sus días y noches.
Aquel bajito, rechoncho y encantador ser que se atrevía a conversar con él sin llegar a conocerlo.
En una ocasión estuvieron charlando una hora, sobre la importancia de las puertas de seguridad del ascensor y la iluminación de los pulsadores de llamada. En el portal. En bajito, casi susurrando y apartándose, de manera casi sospechosa, cada vez que otro vecino pasaba.
Su trabajo le permitió siempre llevar una vida solitaria. Empleado desde la adolescencia en una empresa de unos conocidos de su familia, cumplimentando ficheros de clientes de varias aseguradoras. Haciendo bases de datos de personas ajenas para compañías desconocidas. Solo. Recluído en un pequeño despacho, interior. Austero y monocromático espacio laboral que él mismo abría, cerraba y limpiaba. Un repartidor le entregaba una o dos veces a la semana, dos grandes cajas llenas de documentos para pasarlos al ordenador y enviar los datos a un grupo de direcciones de E-mail, que nunca jamás respondían.
Los sábados, recorría el trayecto que separaba su casa de un kiosko donde compraba el periódico y una vez al mes, el número siguiente de Picos y Plumas. Una publicación mensual sobre el revelador mundo de los loros.
Los domingos dormía. Como esas personas que no encuentran nada que hacer y se sumergen en la dopamina somnífera, que hayan entre las sábanas.
Abandonado a una muerta en vida, se levantaba al mediodía para darse un baño de sales en silencio. La música le parecía un atentado al buen gusto del silencio, y nunca una canción le hizo sentir rabia, afecto, dolor, pasión, etc. Las tardes paseaba por el parque de las palmeras. En verano con una gorra con un gran loro como logo, y en invierno con un pequeño paraguas automático extensible. De esos que caben en un bolsillo.
Pero un 16 de abril de hace dos años, el mundo se ensanchó. Se alargó. Se coloreó. Se llenó de sonidos, risas y canciones de Donna Summer y de los Bee Gees.
Aquel lluvioso día, Raquel entró en su pequeña oficina con un uniforme de la compañía de repartos habitual.
El, descolocado, no supo que decir ni donde ponerse. En su propio terreno conocido, se encontraba perdido.
Raquél empapada se sacó la gorra, y soltó su largo pelo negro. Algunas canas se intercalaban entre matas de cabello oscuro. Unas gafas desafortunadas, de gruesos cristales le permitían ver algo de aquel mundo hostil. Aquel exterior, que ella había logrado dominar echándole valor y coraje hacía años. Buscando trabajo y encontrándolo. Visitando diariamente a muchas personas y descubriendo, que si bien no todo el mundo es bueno, al menos hacia afuera si lo parecen.
No obstante, su miedo y timidez, seguían ahí en sus adentros. Sólo una amiga, María la acompañaba en sus paseos dominicales al cine. Que era todo y cuanto había logrado hacer, para salir de casa.
Aquellos dos últimos años, nuestro amigo, compró ropa por internet, algún disco y muchos libros de autoayuda. Hablaba con Raquél, la nueva transportista, dos veces por semana. Tan solo de las cosas del trabajo o del tiempo, tan solo tres minutos. Pero el poder del amor había traspasado toda coraza o miedo interior, y hoy era el día elegido. Ella cada vez se quedaba más rato. Le sonreía y las últimas navidades le había dado la mano deseándole felices fiestas.
Una entrada para el estreno del mes en el cine del barrio y una reserva en el italiano que había de camino a casa. Un pantalón de pinzas nuevo, azul en vez de gris. Una camisa sin corbata y un jersey por los hombros en vez de americana, era todo cuanto podía cambiar. No admitía más.
Había pintado su casa. Una habitación de cada color. Había hecho retirar los antiguos azulejos del cuarto de baño, y había renovado por completo la cocina que sus padres habían montado hacía ya casi, sesenta años.
Estaba sentado en su silla detrás de la mesa y del ordenador, revisando cada minuto el reloj, cuando se abrió la puerta a la hora indicada.
Lo primero que vio fue que en la calle llovía, la gente corría por las aceras para resguardarse en alguna balconada o portal. Lo siguiente fue una caja que tapaba a la persona que la traía. Eso era raro, Raquel usaba un pequeño carrito para transportar la mercancía.
En un segundo su rostro palideció. Un vuelco repentino percibió en su piel. Le sobrevino un escalofrío al escuchar aquel hombre saludarlo y preguntarle donde quería que dejara la caja.
No se atrevió a preguntar que había sido de Raquél hasta tres semanas después. Otro día lluvioso. Desesperado escuchó que la habían cambiado de ruta. Que tenía un problema de espalda, y la habían destinado al reparto de correspondencia y publicidad por los buzones.
Se hundió aún más de lo que nunca había estado hundido. No pudo seguir trabajando, y por primera vez en catorce años, cerró la oficina y se dirigió a casa. Mojándose por la lluvia, cabizbajo y con pasos lentos discurrió el trayecto. Le dio tiempo a tirar en una papelera las entradas que aún guardaba, a pensar en que ya era hora de comprar un loro, y a llorar. Llorar sin lágrimas, como había hecho toda su vida.
Sacó la llave de casa mientras esperaba el ascensor, y entonces la puerta del portal se abrió, y una persona en uniforme se dirigió a los buzones. No era posible!! El bajó titubeando las tres escaleras, que lo separaban de la zona de buzones, y empapado se quedó quieto encima del gran felpudo.
-Raquél??  - Sollozó con esperanza.
Ella levantó la cabeza, hizo una mueca amable y contestó.
Soltó su media melena, y le dirigió unas palabras:
- Te das cuenta de que aún no sé tu nombre?
- Pablo, me llamo Pablo. Y creo que hoy he muerto, pero eso ya pasó. Ahora respiro de nuevo.

0 comentarios: