miércoles, 25 de septiembre de 2013

El Viejo Cine Olympia

Barcenas pudo haber trabajado en aquel cine que tanto le gustaba.
Bobinar películas. Y proyectarlas era una tarea que lo tenía fascinado. El olor de las palomitas, las luces del ambigú y el sonido de la maquinaria funcionando lo habían enganchado de tal manera, que raro era el día que a la salida del colegio, no pasaba por la sala a ver a Benancio, que así se llamaba el encargado por aquel entonces.
Habían pasado los años, y Bárcenas ya había pasado alguna película el solo. Benancio se hacía mayor, y a menudo dormitaba entre escena y escena. Únicamente Sofía Loren lo mantenían despierto.
Además de pasar alguna cinta, también había aprendido a rellenar la nevera del bar, vender entradas y solucionar algún tema de mantenimiento. Como conservar encendido aquel foco maldito que siempre se fundía en el patio de butacas.
Pero lo que más le gustaba desde hacía un tiempo, era llevar las cuentas. Gracias a los estudios de bachiller que cursaba por aquel entonces, Benancio le dejaba encargarse de los asientos contables, la distribución de compras a proveedores y negociar con el banco. Pagar mercancía, alquiler de películas y tasas, y manejar un pequeño remanente de las ganancias que quedaban a fin de mes.
Bárcenas, era feliz. Las finanzas de aquel pequeño cine eran un hobby para el. Poco a poco dejaron de interesarle las tramas que se urdían en las películas, y profundizó más en el estado de cuentas del negocio.
Un día descubrió que con el saldo de los beneficios, una vez descontado el sueldo de Benancio y los gastos, se podía hacer algo. Y Bárcenas lo hizo.
Entregando una pequeña cantidad de pesetas en un sobre a un concejal del pequeño ayuntamiento, logró que declaraban monumento histórico al viejo cine, e incluirlo, debido a su calamitoso estado, en la lista de edificios a restaurar del pueblo.
Fue así como negociando después con la empresa que realizó las obras, pudo hacerse con una parte del presupuesto de la restauración, al desviar material hacía otras obras que tenía el constructor, quedándose él con la parte correspondiente del dinero del ayuntamiento.
Bárcenas en pocos años creó una reputación en su pequeña ciudad, y se hizo con el edificio del Ateneo, la biblioteca y un pequeño salón de baile.
Con el tiempo Benancio murió, y Bárcenas le compró a su heredera, una hija que tenía Benancio en México, el vetusto cine.
Llevaba ya dos años sin abrir, tal era su lamentable estado . No obstante logró reinaugurarlo, y que el ayuntamiento lo declarara "edificio ruinoso". La demolición fue gratuita, gracias a sus contactos con las empresas de construcción. Y la recalificación del terreno instantánea. Bárcenas era ya por aquel entonces, concejal de urbanismo.
Un hermoso hotel ocupó el sitio del antiguo cine. Y detrás de el, un edificio de pisos se construyó en el solar del Ateneo. La biblioteca ardió un buen día, y unas galerías comerciales se establecieron en su lugar.
Bárcenas había llegado a la Diputación Provincial. Casado con la única hija del mayor constructor de la región, sus vínculos con varias empresas privadas eran cada vez más notables.
Los edificios caían por docenas, y otros se levantaban en sus emplazamientos. Gasolineras, bancos y hasta un viejo hospicio fue "renovado" por un complejo de chalets adosados.
Todo había cambiado, Bárcenas era millonario y muy influyente. Pero un día, años después, visitó los nuevos cines con su hijo. Y no fue agradable descubrir como las palomitas no sabían igual. El sonido de aquella maquinaria no era el mismo y sobretodo, que Benancio, aquel que le había brindado su primera oportunidad y junto al que había pasado tantas tardes, ya no estaba.

martes, 24 de septiembre de 2013

El Capi

Era yo el que estaba en aquel puerto solo, mientras el capitán partía por última vez, y llevaba su nave a la mar entre brumas otoñales.
Recuerdo la madrugada, fresca pero no fría. Húmeda como las cuadernas tras una singladura.
Me descubrí a mi mismo, mientras me despedía de él. No era muy consciente de lo que estaba ocurriendo a mi alrededor. Creí estar en aquel embarcadero, rodeado de actividad. Con marineros que entraban en el barco saludando al capitán amigablemente. Familias despidiéndose. Furgonetas de reparto, trayendo la mercancía de última hora al navío. Y música, siempre suenan canciones en mis recuerdos. Esta vez sonaba una letra reconocida: -Ay mi pescadito no llores ya más........ - creo adivinar que era de una película, quizás con Spencer Tracy.
El barco hizo sonar su grave bocina, por primera vez, y yo lo busqué para despedirme, y una vez más no lo encontré.
Su vida había sido un contínuo ir y venir. Capear temporales. Transportar navíos con mercancía, y más adelante pescar. Suez y el petróleo. Terranova y el bacalao. El mar del Norte y Argentina a por merluza. África del sur, Mozambique, Angola y alguno más a la búsqueda del atún.
Demasiado tiempo en la mar y poco en casa, lo hicieron solitario. Demasiado bohemio, romántico y hasta raro para la vida fugaz y disparatada que se vivía en tierra.
Lo recuerdo extrañado por el precio de una barra de pan. -Como pudo subir tanto? - decía. Y es que pasaba mucho tiempo entre sus descansos, y todo estaba cambiando muy deprisa.
También cambiábamos nosotros. Crecíamos. Y ella.
El paso del tiempo había retocado su carácter, pero seguía siendo tan bella como antes. El no atinó nunca a comprenderlo, o quizás sí. Pero ella en casa sola, sacando adelante a sus hijos y peleando sin su compañero al lado, tenía que superar también tormenta tras tormenta. Y lo hizo. Pero todo eso, la cambió. Como a los tiempos, que cambian aunque no se sepa muy bien como.
Él, aislado en la mar, se quedó anclado en al tiempo. No corrió como la vida hacía, era difícil. Y cuando venía a casa, todo era extraño para él. Y muchas tormentas lo acompañaban y desarbolaban la paz. Nuestra cómoda, pero huérfana paz.
El siguió escribiéndole poemas a la luz de las estrellas de las noches del Atlántico, en el puente del barco, solo. Preciosa letra, y sentimientos adolescentes para un tipo de mediana edad, incluso ya mayor, que amaba, no me cabe duda. Lo sé porque igual que él, amo yo. En silencio y por dentro. Locamente.
La radio de Walvis Bay, nos lo acercaba a casa de vez en cuando. Fue una vida dura para todos. Creo que para mi lo sigue siendo, porque mis ojos me delatan ahora, mientras escribo.
La bocina del barco sonó por tercera vez, y yo solo en aquel puerto, no me pude despedir.
El Capi se marchó en silencio y placenteramente, llevándose a Verolosky. Llevándose al amor de mi madre. Al padre de mi hermano. Llevándose a papá.
Demasiado poco tiempo dedico a pensar en él. Pero esta noche ha debido de inundar mi cabeza su recuerdo, y no he podido dormir pensando en su vida, y en la nuestra.
Una vida salada en ambos casos. Y extraña. Como todas las vidas.
Abur capi, tu nieto sabe de ti. Me pregunta si tu barco era grande como una casa, y si dormías en la mar junto a las ballenas y los tiburones. Siempre le digo lo mismo: -Sí Lolo, tu abuelo subía olas enormes con su barco y hablaba con los peces. Una vez llegó al fin del mundo, y vino para contárnoslo. Las tempestades le huían, y conocía cada roca, cada playa y a todas las sirenas del mar.
Te quiero.