viernes, 17 de diciembre de 2010

IV. Gartee Tubman. Africa

Si sigo dando vueltas levantaré sospechas, si no lo he hecho ya.
La mayoría de puestos del mercado son de tallas de madera, aunque también hay puertas, y muebles de una calidad excepcional. La fruta y el pescado son los otros dos artículos más expuestos. Frutas extrañas de vivos colores y formas exóticas, y pescados brillantes de grandes ojos. Pulpo ha sido lo que más me ha llamado la atención encontrar. Habrá que montar un toldo y traer ribeiro.
Es la una de la tarde, y tras una moto aparcada en medio de un puesto de ropa, veo a un hombre que cumple los requisitos establecidos en mi plan. Creo que ya me ha visto. Ahora comienza una persecución pactada, en la que atravesaremos un gran plaza con mesas y sombrillas, entrará en una tienda a comprar carne y cogerá un taxi al lado de un puesto de la Cruz Roja. Yo deberé coger otro taxi e indicarle que me lleve al número 3 de Sincor street.
Gartee Tubman, que así se llama mi contacto, realiza el trayecto de forma impecable. No se gira ni una sola vez a ver si me pierdo en los dos kilómetros aproximados que dura la caminata.
Monto en un taxi amarillo, que se precipita por una calle estrecha y llena de cajas de madera. Salimos por fin a una gran avenida, donde el tráfico, las tiendas y la gente que pasea por las aceras, me hace recordar a cualquier ciudad de Sudáfrica. Blancos de shopping, en terrazas acristaladas con aire acondicionado. Negros trajeados, impecables de pies a cabeza.
Circulamos unos dos minutos por esta avenida, hasta llegar a un gran edificio de oficinas, en una esquina. Me bajo, y busco a Gartee. No lo veo. Tampoco veo más taxis, ni placa ninguna en el edificio. No hay gente en esta parte de la calle, ni tiendas. Tan solo edificios de unas seis plantas, todos con garaje y sin puertas al exterior.
Enciendo el último de los cigarros que me quedan, a partir de ahora, me paso al tabaco africano. Y paseo mirando las puertas de los garajes, todas cerradas.
del otro lado de la calle, un portón se abre. Gartee sale y me indica con la palma que entre.
Tras sacarme la mochila, me introduce en un ascensor que nos lleva al cuarto piso. Ni una palabra. Mientras andamos por un largo pasillo, con una luz cegadora y sin ventanas, comenta con voz grave, si el viaje tuvo alguna incidencia, y me pregunta el motivo de mi tardanza.
- Oye, esto es Africa. Vengo desde hace tres días en un camión, vadeando rios, cruzando fronteras y compartiendo cama con un borracho maloliente. Casi sin comer, muerto de calor, y sin una ducha a tiro. Si me retrasé, creeme que no fue por alargar mi "safari fotográfico"... - le suelto sin andar y mirándolo a los ojos.
- Bien, no te preocupes, ahora tendrás un día entero para descansar. Antes hablaremos con Clay. El te pondrá al día.
Entramos en una sala vacía. Tan solo una mesa, una silla y un portátil apagado la decoran.
- Si quieres te puedes conectar. Tienes línea de Internet segura a tu disposición. Simplemente cumple las normas y no comprometas la misión. Enseguida llegará Clay.
Gartee se marcha por otra puerta de la sala.
Me siento y me dispongo a comunicarle a mi mujer, que todo está en orden. Sigo respirando y echándola de menos.
Me levanto y me acerco a una ventana. Oscura. Da a la calle por donde llegué. Un coche grande, negro y de cristales tintados, aparca en la esquina de enfrente. Mientras, otro vehículo claro, entra en el garaje del edificio en el que me encuentro.
Me estiro cansado, noto tensión en la nuca y un dolor de espalda fruto del poco descanso adecuado en los últimos días.
Me siento. Me doy cuenta que ahora mismo, soy un tipo cualquiera, sin papeles de ningún tipo, sin dinero y sin nada más que lo que lleva puesto, en un país africano lleno de corrupción a todos los niveles. Todo está en mi pequeña mochila. Me siento desnudo, y cualquier revés que suceda en estos momentos, requeriría de medidas excepcionales para afrontarlo con garantías. Todo lo que se, y lo que he aprendido en el último mes, sería vital para sobrevivir en estas condiciones y poder, por lo menos, regresar sano y salvo.
Se oye el ascensor. Y Pasos de dos personas al menos por el pasillo. Los muslos tensos me hacen sudar, me pongo en pie.

III. Greenville. Africa

Greenville, es una ciudad costera. Huele a mar de tal manera, que el pútrido aroma de los meados junto a kilos de desperdicios de distinta procedencia, por las esquinas y callejones del mercado, apenas se percibe. Al menos no tanto como para desanimarte a seguir caminando.
El amanecer, casi llegando ya en el trailer a las afueras de la ciudad, resultó revelador.
Entre colinas de tierra oscura y una tímida hierba verde claro, se veía el mar. Como a unos cien metros de distancia. Una playa de la que desconozco su nombre, de arenas blancas, fue el primer punto que despertó de nuevo el monstruo surfero que llevo dentro, y que desde hace un par de años, reaparece cada vez menos.
Un pico con una izquierda larga y tendida, se dejaba ver entre las dunas. Sin viento. Al final de la playa llegué a ver un jeep con lo que, desde la distancia, me parecieron pegatinas surferas.
Ya entrando en los límites de las primeras chabolas de metal y madera, al lado de una fábrica en ruinas, salía un izquierdón, potente, largo de unos dos metros. Una ola detrás de otra iban dibujando una silueta perfecta a lo largo del acantilado.
Calmé mis ansias, tras una molesta mirada de De Groot, que parecía preguntarse que demonios hacía yo de rodillas en mi asiento mirando por encima de su cabeza hacia el mar.
Sin decirle nada encendí un cigarro. Pensé que si había olas, habría surferos. Que el surf business empuja a muchos desesperados, y solitarios a buscar destinos insospechados huyendo de melenas oxigenadas y picos devorados por tribus de distinta procedencia. Supe que mi destino no era disfrutar de las cálidas aguas del atlántico liberiano, si no establecer un vínculo entre gente del gobierno y el pasillo de la droga que viene de Sudamérica. Algo mucho menos atractivo y mucho más peligroso que dejarse acariciar por la brisa a lomos de una de aquellas izquierdas.
Greenville es ya un núcleo importante. Los blancos que veo conducen coches europeos, a diferencia de las destartaladas carrocetas asiáticas que llevan los negros, llenas de fardos envueltos en grandes plásticos.
Aquí será más fácil pasar desapercibido. Es temprano ya, pero algún turista pasea con mapas desplegados en las manos y mochilas a la espalda. Su forma de andar es inconfundible. Echados hacia delante y dejando las piernas sueltas, como si ellas solas supieran donde pisar. Botas, gafas de sol, pantalones cortos y un trozo de tela cubriendo la nuca desde la visera, son como un uniforme universal en los países donde el calor es el más duro de los jueces.
Me despido del holandés chiflado. Un hombre de pocas palabras, cosa que agradezco, mucha bebida y hábitos descuidados. Su olor, impregnado en la cabina de su casa rodante, es una mezcla de huevos podridos y vómitos alcoholizados. Nada atractivo a ninguna hora del día, ni de la noche.
Dos días de putas en Greenville le resarcirán de dos semanas de pistas polvorientas y 500 Km. diarios. Su dinero, pagado por una compañía maderera Sueca, queda en Africa. Haciendo prosperar los más turbios locales, de sexo y negocios oscuros.
Son las 11:00h. de la mañana. Hace una hora que tenía una cita, inexcusable. Me abro paso hacia el mercado de nuevo, por calles pavimentadas y con aceras que nadie usa.
Las nubes dan una tregua temporal al calor, pero yo tengo algo dentro que me empieza a quemar. Pienso en mi casa, y deseo volver cuanto antes.

jueves, 16 de diciembre de 2010

II. Noche en Nyaake. Africa.

La noche en Africa no es tan negra. La luna y las estrellas iluminan el ambiente haciendo que cada sombra dibuje el perfil exacto de lo que la produce.
He decidido pasar la noche con De Groot, en su camión. En una calle de Nyaake, en la que al parecer, hay un mercado todas las mañanas.
Dando un paseo esta tarde, he visto muchos niños trabajando de limpiabotas, lavando ropa en las calles y transportando mercancía en unos carritos con ruedas de bicicleta. Había miedo en sus ojos, y una profunda mirada de incertidumbre. Parece como si anduvieran sin saber hacia donde. Te miran como interrogándote. Estoy seguro de que es así. Debo evitar sentir rabia ante estas cosas, ya que me pueden delatar. pero ni todos estos años de experiencias similares me han vacunado contra estos abusos.
Al contrario, los adultos, parecen transitar tranquilos y con una indiferencia natural, que sorprende. Sobretodo en un país con tantas dosis de violencia, donde la vida es un artículo en permanente compra/venta.
Grupos de escolares en impolutas camisas blancas y pantalones negros, bromean mientras regresan a casa de la escuela. Pocas niñas. Aquí la escuela es algo practicamente vedado a las mujeres de las clases más bajas. Las niñas son necesarias para el trabajo en casa. Ya sea la vivienda propia, o de alguna familia con posibilidades de mantenerlas como criadas.
Al llegar a una comisaría de policía, me di cuenta que estaba saliendo del límite "apropiado" para un hombre extranjero y blanco. Cierto ambiente de alcohol y prostitución comenzaba a rodearme, mientras caminaba hacia la puesta de sol. Decidí regresar a la falsa seguridad del camión, no sin antes parar en un negocio local, y comprar algo de pan y fruta. El agua envasada me fue realmente imposible de encontrar, así que unas latas de cerveza liberiana Club Beer, satisfarán a mi hospitalario holandés, y me regalarán un momento de descanso tras la cena.
Mentalmente debo hacer mis ejercicios diarios para recordar los datos imprescindibles a la hora de afrontar mañana a mi enlace en Greenville. Un hombre negro de unos 30 años, fuerte, con camiseta roja y pantalón negro. Un sombrero blanco, con una cinta rota será lo que más lo diferencie del resto de hombres negros de 30 años y fuertes en camiseta roja que estoy viendo... joder con los servicios secretos.
Fumar y beber era lo único en lo que pensaba mientras volvía. Este calor llega a desconcentrarme de tal manera que, estuve a punto de perderme en mi regreso. Algo que sería fatal. Debo mantener la mente fría.
Ya veo el trailer, y a De Groot en una taberna cercana.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

I. Llegada. Africa

En Liberia(Tierra Libre), no hay una hora fija para comer, y mucho menos un horario establecido. Sobretodo si viajas sin pasaporte desde Costa de marfil, y pasar desapercibido es tan importante como respirar. Pasé la frontera anoche, en un camión que transportaba madera. Un siete ejes enorme, guiado por un holandés pelirrojo, loco y adicto a una especie de brebaje con sabor a amarula, pero cien veces más potente.
Las inundaciones del año pasado inutilizaron varios puentes. Vadear ríos con un trailer no es algo que quiera repetir.
Me encuentro en Nyaake, al sur del país. Mi tarea, simple y precisa, contactar con Clay. Un británico infiltrado en el gobierno del país, investigando la relación de sus políticos con el narcotráfico proveniente de sudamérica. Sudo impetú salada por todos los poros... todavía respiro.
Exactamente no se como llegar de una manera razonable a mi punto de destino, Monrovia. Desde luego la etnia india que se ve por aquí, es con mucho la que menos asusta a simple vista. Blancos, a parte de De Groot el holandés y yo, no he visto.
Quizás abandone el camión, y busque un método más lento pero seguro de moverme sin llamar la atención.
Mañana en Greenville, me darán papeles "oficiales". Pero la duda es si estaré a tiempo en el mercado de Greenville, para recogerlos.
De momento, parado en esta gasolinera, respiro polvo mientras mi borracho camionero, gesticula en una caseta de madera, que debe de ser la oficina de Shell en esta estación...
Huele a naranja y a carbón.