jueves, 29 de mayo de 2014

DE PALOS Y ASTILLAS

Torpemente avanzó hasta que el aliento expirado dejó de ser visible, y se encaminó a traspasar el banco de niebla que hacía, que aquella luna sanguinolenta, se diluyera con el oscuro fondo que lo cubría todo.
La herida del hombro se abría, y su constante borboteo cálido, se derramaba ya hasta la cintura. El párpado izquierdo continuaba cerrado, y la sensación de vacío interior del ojo, le impedía acercar la mano para comprobar si seguía allí.
De todos los dolores, era el de la herida invisible el que lo atormentaba más.
Llegó al río, y lo siguió. Sabía que el mar esperaba al final. Todo lo que tenía que hacer era dejarse llevar ya.
Los ruidos de las bestias alrededor, entra la maleza no conseguían asustarle. Una nube apagó el lucero rojo, y mientras todo pasaba de un negro rojizo a un negro oscuro, se desplomó. Cayó despeñándose, al igual que sus recuerdos lo hacían a una velocidad de vértigo. Al final, un último golpe seco pero atenuado al mismo tiempo, le descubrió la arena de la playa que buscaba.
Arrastrando aquel cuerpo ya casi desunido, sin pensar, llegó al mar y se dejó caer.
El salitre se hacía sentir fuerte y amargo. El sonido estruendoso de las olas en la marea baja, tapó todo lo demás.
Logró sentarse mirando al mar. La mano se fue al hombro, descoyuntado, sangrante. El hachazo se había llevado buena parte de la carne y alguna astilla del hueso. Se dormía.
Entonces todo se hizo claro de nuevo, todo regresó a su mente.
Era un niño feliz, sentado en la alfombra del salón jugando a los indios. La televisión encendida no se oía, y la causa eran los gritos de ellos en la cocina, en el pasillo, en la habitación. Gritos, golpes y lloros.
De repente había crecido, era un adolescente ya. De regreso a casa tras la escuela, se la encontró a ella triste y temblorosa en el sofá, y a él borracho golpeando a su hermano pequeño.
Ahora todo había acabado, el horror quedó atrás. Hacía años que había abandonado aquella casa, y vagaba por las carreteras ofreciendo su juventud a cambio de caricias y pan.
Todo sucedía rápido en su cabeza. Y llegó hasta aquella misma noche, cuando el mismo se había descubierto apaleando una vez más a su propio hijo, como antes lo habían hecho con el.
Pero no contó con ella, que por la espalda y sin avisar le clavó el hacha que usaban para picar la leña, hasta el alma. Le dio tiempo a retorcerse, pero ella soltó un nuevo golpe al ojo, que lo tumbó inconsciente unos minutos.
Al despertar, ya nada era igual. Abandonado y sabedor de su final, tan sólo eligió el lugar.
Sentado en la orilla, respiró profundo, apretó el puño que aún le respondía, y los maldijo una vez más. Los maldijo por todos los días que se había mantenido vivo. Los maldijo por su sangre. Los maldijo por el amor. Por ese amor que nunca conoció, y que ellos le privaron de disfrutar.
Y la nube se apartó, y el cielo se tornó de rojo de nuevo. Esta vez un rojo más intenso, un rojo que lo inundó todo.
Y murió como había vivido, solo, frío y llorando.

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