viernes, 17 de diciembre de 2010

III. Greenville. Africa

Greenville, es una ciudad costera. Huele a mar de tal manera, que el pútrido aroma de los meados junto a kilos de desperdicios de distinta procedencia, por las esquinas y callejones del mercado, apenas se percibe. Al menos no tanto como para desanimarte a seguir caminando.
El amanecer, casi llegando ya en el trailer a las afueras de la ciudad, resultó revelador.
Entre colinas de tierra oscura y una tímida hierba verde claro, se veía el mar. Como a unos cien metros de distancia. Una playa de la que desconozco su nombre, de arenas blancas, fue el primer punto que despertó de nuevo el monstruo surfero que llevo dentro, y que desde hace un par de años, reaparece cada vez menos.
Un pico con una izquierda larga y tendida, se dejaba ver entre las dunas. Sin viento. Al final de la playa llegué a ver un jeep con lo que, desde la distancia, me parecieron pegatinas surferas.
Ya entrando en los límites de las primeras chabolas de metal y madera, al lado de una fábrica en ruinas, salía un izquierdón, potente, largo de unos dos metros. Una ola detrás de otra iban dibujando una silueta perfecta a lo largo del acantilado.
Calmé mis ansias, tras una molesta mirada de De Groot, que parecía preguntarse que demonios hacía yo de rodillas en mi asiento mirando por encima de su cabeza hacia el mar.
Sin decirle nada encendí un cigarro. Pensé que si había olas, habría surferos. Que el surf business empuja a muchos desesperados, y solitarios a buscar destinos insospechados huyendo de melenas oxigenadas y picos devorados por tribus de distinta procedencia. Supe que mi destino no era disfrutar de las cálidas aguas del atlántico liberiano, si no establecer un vínculo entre gente del gobierno y el pasillo de la droga que viene de Sudamérica. Algo mucho menos atractivo y mucho más peligroso que dejarse acariciar por la brisa a lomos de una de aquellas izquierdas.
Greenville es ya un núcleo importante. Los blancos que veo conducen coches europeos, a diferencia de las destartaladas carrocetas asiáticas que llevan los negros, llenas de fardos envueltos en grandes plásticos.
Aquí será más fácil pasar desapercibido. Es temprano ya, pero algún turista pasea con mapas desplegados en las manos y mochilas a la espalda. Su forma de andar es inconfundible. Echados hacia delante y dejando las piernas sueltas, como si ellas solas supieran donde pisar. Botas, gafas de sol, pantalones cortos y un trozo de tela cubriendo la nuca desde la visera, son como un uniforme universal en los países donde el calor es el más duro de los jueces.
Me despido del holandés chiflado. Un hombre de pocas palabras, cosa que agradezco, mucha bebida y hábitos descuidados. Su olor, impregnado en la cabina de su casa rodante, es una mezcla de huevos podridos y vómitos alcoholizados. Nada atractivo a ninguna hora del día, ni de la noche.
Dos días de putas en Greenville le resarcirán de dos semanas de pistas polvorientas y 500 Km. diarios. Su dinero, pagado por una compañía maderera Sueca, queda en Africa. Haciendo prosperar los más turbios locales, de sexo y negocios oscuros.
Son las 11:00h. de la mañana. Hace una hora que tenía una cita, inexcusable. Me abro paso hacia el mercado de nuevo, por calles pavimentadas y con aceras que nadie usa.
Las nubes dan una tregua temporal al calor, pero yo tengo algo dentro que me empieza a quemar. Pienso en mi casa, y deseo volver cuanto antes.

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