Que duda cabe que la mañana estaba resultando algo más que monótona. Demasiadas ganas de desaparecer y un sorpresivo ímpetu, desencadenaron los acontecimientos.
Salí de la eterna mazmorra donde se suponía que me ganaba el derecho a pertenecer al reino de los vivos y poseer un Golden Retriever y una chimenea, y me aventuré calle abajo.
Esta vez había elegido bajar en vez de subir hacia la parte de la ciudad por la que me movía habitualmente, y donde las luces y los escaparates daban brillo a unas calles abarrotadas y llenas de color.
Bajaba y lo hacía pausadamente, casi quieto, sin pensar ni por un momento si había un destino. Y a cada esquina que dejaba atrás, otras calles transversales oscuras y estrechas, aparecían como recién inventadas y puestas de repente por una mano precisa y de tentadoras intenciones. Giré.
Tomé una de aquellas callejuelas, y me sobrevino la oscuridad. Sentí mis pupilas dilatándose, y mi vista luchando por adaptarse rápidamente al repentino cambio de intensidad lumínica. Tras unos primeros pasos por un empedrado recio, de grandes bloques de granito, antiguos y usados, noté la falta de gente. Nadie me seguía y nadie me precedía. Nadie a mis costados, y ningún sonido en mis oídos. Al fondo, una tenue luz, me anunciaba la posible presencia de un lugar abierto, quizás una plaza.
A diferencia de la parte alta de la ciudad, aquí no había apenas sonidos, ni luces. Ninguna tienda que mostrara escaparate colorido y repleto de engañosos objetos que la gente solía desear, e incluso con los que llegaban a soñar y empeñar sus días. No había señales de tráfico. Ni coches. Las paredes estaban repletas de dibujos extraños. Como jeroglíficos. Letras que se me antojaban encriptadas. Trazos de spray, y ojos tristes. Manos vacías y rostros desencajados. Pero también pintadas, de cambio... una llamó mi atención. Una gran pradera verde, con una colina suave en el horizonte, y muchas personas de todos los aspectos y colores, bailando. Mientras un enorme edificio a un lado, se desparramaba destruido por la pradera...
Llegué a la luz, que en efecto era una plaza. Gente sentada, fumando. Tirada por la hierba de los pequeños jardines, hablando. Gente pintando las paredes. Gente rara para mi. Con extraños peinados, y exóticas ropas. Gente bailando en una esquina, tirándose por el suelo. Realizando imposibles filigranas al ritmo de una música repetitiva y un ritmo contagioso.
Habitaban aquel lugar gentes de todas las edades. Infinidad de personas y todas distintas. Algo que para alguien como yo, y viniendo de donde todos somos uniformados correctamente y de forma impersonal, era intrigante y cautivador.
Nadie reparó en mi presencia, excepto tu.
Te acercaste a mi, me tendiste una mano que yo rechacé al principio, pero que luego agarré embriagado por la sugestión que tu presencia ejercía sobre mi.
De larga melena hasta la cintura, vaquero apretado, roto y descolorido. De ojos dispersos y mejillas morenas por el sol de la calle. Con camisa de cuadros rojos, de hombre y un aroma a arena y mar, me sentaste en una escalera y me sacaste la corbata. Yo me dejaba hacer rodeado por un mundo nuevo, distinto y motivador.
Le diste un largo trago a una cerveza y me tendiste un pitillo encendido, descubriéndome por primera vez tu sonrisa. Sincera y desigual.
- Soy Silvia - dijiste.
- Y yo libre...........- me salió sin querer
miércoles, 8 de mayo de 2013
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