Groselandia vivía permanentemente bajo una ligera niebla, que la mantenía a salvo de miradas codiciosas.
La isla y sus habitantes permanecían anclados a otra época. Una, en la que todo lo que se deseaba era disfrutar del tiempo concedido hasta el próximo amanecer.
Ellos la llamaban Turlulu.
El ocaso se distinguían del alba, por el sonido. Dado que el Sol dormía y se despertaba en el mismo punto, los cantos de un ave en especial, hacían reconocer a los pocos habitantes de la isla, que el día estaba a punto de comenzar. Ese ave era el Turlulu.
Un pájaro único, que volaba bajo entre las chozas, que se posaba en los hombros de la gente y que vivía en pequeñas comunas, donde compartía con sus congéneres, alimentos y bailes, puso nombre a nuestra isla. Pero si había algo que distinguía al Turlulu del resto de los animales de aquel paraíso, no era otra cosa mas que sonreír. Y en contadas ocasiones, había quien aseguraba haberlo escuchado reírse a carcajadas.
En una isla pequeña, con un clima templado magnífico, un suelo fértil, cientos de árboles con excelentes frutos y un mar repleto de pescado, ¿que podían hacer sus vecinos además de las mínimas tareas imprescindibles para subsistir? Fiestas.
Innumerables fiestas al calor del fuego de una hoguera resplandeciente entre la playa y el poblado. Música primitiva y bailes acompasados marcaban las noches de Turlulu, como las mareas perfilaban la línea entre la tierra y el mar. Monótonas y cadenciosas. Alguna vez se juntaba la celebración de una noche con la siguiente, ese era el grado de preocupación que poseían, o mejor dicho gozaban, los lugareños.
En Turlulu, todo era calma, excepto cuando el mar llenaba su superficie de olas, y aquella playa hervía con una multitud de personas que, con un trozo del árbol autóctono llamado Surboa, corrían hacia las olas de manera inhumana. En total eran doce.
La playa, que ellos llamaban Alibú, era una pequeña ensenada de unos doscientos metros, con un pequeño cabo a la derecha y una lengua enorme de arena a la izquierda que se adentraba en el mar varios cientos de metros en marea baja, pero que se ocultaba con la pleamar.
La consecuencia de esta esplendida geografía, era inmejorable. Los nativos, entraban al mar por el centro de la playa y nadaban encima de sus Surboas hasta que giraban hacia el pequeño cabo, donde rompían unas perfectas olas que ellos montaban hacia la ensenada. Recuerdo verlos sonreír, cuando encima de aquellas maderas surcaban larguísimos rizos de agua, y se metían en su interior para salir luego haciendo poses y llegando a la orilla triunfantes. A esta ola la llamaban como a la playa, Alibú. ¿O era al revés? llamaban a la playa como denominaban a la ola? Bueno, viene siendo lo mismo.
Al cabo de unas horas, el mar cubría en el otro extremo de Alibú, la extensa lengua de arena, y algunos otros "oladores" que así se hacían llamar los que jugaban con el oleaje, corrían para surcar aquellas nuevas olas que aparecían con la marea llena. A mi me llamaba la atención que estás eran al contrario que las otras, como su espejo. Es decir, eran idénticas pero rompían hacia el lado opuesto.
Nada de eso importaba, los "oladores" las disfrutaban de igual manera durante horas.
A esta nueva rompiente, ellos la llamaban, Zhicama.
sábado, 18 de enero de 2014
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