El olor a pan fresco hacía de aquella madrugada y de la pequeña plaza en la que me encontraba, un oasis alrededor del cual la ciudad serpenteaba e iba desparramándose con todo su ímpetu.
El otoño conquistaba los colores, y el primer rayo de sol despuntó tras el edificio que acogía en uno de sus bajos la panadería. A ella me dirigía esas mañanas en las que el tiempo se antoja eterno, y la necesidad de un nutritivo manjar en forma de pan recién tostado con aceite que calmara las ansias del alcohol de la noche anterior, se hacía primordial.
Bajar en bici desde mi casa en las afueras, hasta allí suponía un paseo corto de unos veinte minutos, que raramente se me hacía aburrido. No lo recorría todos los días, tan solo los necesarios. Los que se me hacía ineludible dejar pasar otro día, sin empezar a cuidar mi alimentación y mis desastrados hábitos de errante hombre mayor, solitario y despreocupado.
Pero desde aquella madrugada en la que te vi, mi soledad se me hizo insoportable, y mi despreocupación se tornó en desesperación por un estado buscado anteriormente y en el que me encontraba relajado, pero que dejaba de tener sentido ante tu presencia.
El perro que tiraba de tu brazo a través de una correa, no dejaba de moverse, mientras tu intentabas soltar su atadura para que corriera libre por el escaso trozo de campo de la plaza.
De lejos, una mujer rubia de pelo largo con vaquero cortado, camiseta blanca de tirantes, cazadora rockera mal encajada en aquellos pequeños hombros y sandalias de cuero con un ligero tacón, era el único objetivo de mis ojos. Una mujer más, vestida de la noche anterior que pasea a su perro y a la que mirar. Pero tras pasar por tu lado, con la bicicleta y descubrir tu rostro, en parte escondido tras unas Ray Ban de espejo, ver esa ligera sonrisa que tiraba de tus labios hacia un lado y como la pequeña sorpresa de un ciclista pasando a tu lado, te sorprendía y te hacía soltar un pequeño -Huy!, ya no hubo nada más en mi cabeza. Tu visión se mezclaba con tu perfume, que llevé instalado en mi olfato, hasta la puerta de la panadería.
Dejar la bicicleta apoyada en la pared y entrar a comprar, perdiéndote de vista se hizo complicado. Como si algo me obligara a no darte la espalda, a no estar solo nunca más.
Dos barras de pan recién hecho, y un pastel de crema para el bajón de media mañana supusieron tres minutos de tiempo, que en mi cabeza fueron semanas.
Comencé a pedalear de nuevo, hacía donde deberías de estar, pero no estabas.
Busqué con la vista por los alrededores, pero habías desaparecido. Y entonces tu olor de nuevo... seguí guiado por mi olfato, doblé la plaza, crucé una calle y te perdí.
Parado en aquella esquina, descubrí el calor de algo que no era el sol. Me di la vuelta y volví comiéndome el pastel.No podía esperar.
Demasiado temprano para el mundo aún, regresé solitario. Las personas descansaban todavía, y tan solo tu estabas despierta aquella mañana. Despierta para pasear a tu perro. Despierta para ser casi atropellada por un ciclista. Despierta para mi........ eso creía, inocente de mi, mientras observaba el río que corría manso al lado del camino que me llevaba de nuevo a mi pequeño castillo de placidez desordenada.
sábado, 20 de octubre de 2012
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2 comentarios:
Ainda e cedo para coller a bici ainda que sexa para mercar pan recien feito. Descansa un chisco que boa falta vaite facer.
Este relato é moito. Aprecieino muchisimo.
Moi bó.
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