Aquellos cabrones habían abierto fuego sin avisar. Sin sentido apretaron los gatillos y mandaron al karajo nuestra vida para siempre.
Es cierto, que no les íbamos a pagar por aquella mierda que nos habían metido la última vez, y que éramos incapaces de vender entre nuestra clientela habitual de señoritos y capullos mimados del centro de la ciudad. Pero podían haber tratado de presionarnos un poco más de otra manera. No sé, unos golpes, una subida de intereses o incluso que nos cortaran un puto dedo hubiese sido suficiente. Ya nos buscaríamos la vida, y venderíamos aquel polvo de tercera donde fuera. Pero no se aguantaron. Putos chiflados!
Recuerdo tus ojos hinchados y enrojecidos, momentos antes de la locura. Aún puedo ver los pliegues de tu camiseta, mientras sentada en el suelo, intentabas convencerlos de que nos dieran más tiempo. Tu voz, temblorosa y vacilante, no se correspondía con tus gestos, firmes y contundentes.
La cerveza a medio beber en mi mano, dejó de saber a cerveza, y el cigarro se consumió solo en la lata de Coca Cola que usábamos de cenicero. Aquella cortina de cuadros, que había sido nuestro mantel, y que ahora tapaba las miradas de la vecina de enfrente en la ventana de las escaleras, se movía silenciosamente mecida por el viento cálido de agosto que entraba del exterior. La gota perpetua del grifo de la cocina al caer en el cubo, sonaba fuerte pese a los gritos de los salvadoreños, y el murmullo de una televisión lejana se mezclaba con un ladrido callejero de un perro pendejo y pulgoso, que nunca nos dejaba dormir el subidón tranquilos.
Sacaron pronto las pistolas, y sin ponerte en pié siquiera, los desafiaste con la típica frase con la que me sacabas de quicio a mi también. No te hicieron caso. Ya habían destrozado la casa en busca de algo que los calmara, la pasta o la mercancía. Parte de esta la encontraron, y al interesarse por el resto, les dijimos que estaba medio vendida pero que no nos habían pagado todavía. El gordo de bigote, se secó el sudor con la mano en la que llevaba el arma, y sus hombros se tensaron al dirigirse a mi de nuevo.
No pude evitarlo, pero con la cabeza agachada, al contrario que tu, los mandé a la mierda y pedí tiempo.
Un silencio eterno de segundos me conmovió y levanté la cabeza en el mismo instante en que ensordecía por un sonido seco y potente, y mi hombro derecho se hacía astillas contra el respaldo del sofá. Rojo. Dolor intenso. Ganas de correr. Sed.
Escuché dos disparos mientras me retorcía e intentaba incorporarme de nuevo. No noté nada, te miré y llegué a ver tu pelo rubio bailando en el aire, teñido de un rojo oscuro. Oí un tercer disparo justo cuando tú y yo dejamos de pertenecernos y el ambiente se empapaba de tu cerebro, y tu espalda resbalaba lentamente por la pared.
Me dio tiempo de cerrar los ojos rápidamente y dejar la mente en blanco. Pasaste una última vez por mi imaginación. Estabas colocada, y feliz. Nada te podía lastimar allí. Tirada en un campo de flores lilas, boca arriba. Sonriente y feliz. En paz y feliz. A salvo y feliz. Yo bailaba a tu alrededor, sin camiseta, fumando. Sol. Pájaros. Soledad.
Y entonces llegó. Noté como el agujero en la frente se iba agrandando y la bala penetraba lentamente. Pude sentir la armonía del momento. Y aquello no dolía. Mi final derrochaba calma.
Pum!! Mi estómago se convirtió en una fuente tibia, y llegué a respirar una vez más. El aire sabía a herrumbre dulce, y polvo.
Todo se apagó por fin, y sin embargo te recuerdo. Te recuerdo siempre. Te recuerdo aquí, a mi lado. Y la memoria insiste, perdura, se obstina. Pero mis ojos y mis manos te buscan, y no te encuentran.
La muerte llega a ser desoladora sin ti. Como la vida misma, amor.
La muerte llega a ser desoladora sin ti. Como la vida misma, amor.
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