Mi corazón latía bruscamente todavía, y las luces azules dejaban entrever un horizonte despejado al sur de la ciudad.
Me sentía bastante bien viendo como las sombras iban apareciendo por el suelo y las paredes.
Los pantalones sucios y a medio subir, la camisa desabrochada y el primer rayo de aquel sol despiadado me azotó el pecho, justo cuando parado enfrente de una tienda de objetos usados, encendía el primer cigarrillo del día, que coincidía con el último de la noche.
Me rasqué la cabeza amodorrado mientras comencé a caminar de nuevo. Portales abriéndose estrepitosamente y gritos en el interior de las casas bajas del vecindario. No era este un buen barrio, pero ya estaba hecho a sus calles y a sus leyes. Recuerdo los gatos.
Había pasado los edificios verdes, donde las chicas ofrecían sus labios en las azoteas a tipos hambrientos y desesperados. Follaban y chupaban bien, pero si no conocías los trámites era difícil que tu cartera te acompañara cuando, saciado, emprendías el camino de regreso a casa.
Veía delante de mi el largo camino que bordeaba el parque, donde todo se compraba y se vendía. Era una feria, un supermercado de lo ilegal.
Decidí parar con los chicos del bloque, no tenía prisa. Le di varios tragos a las litronas que me ofrecieron, y contacté para un posible encargo. Ellos me suministraban los detalles. Yo les ayudaba y a cambio me pasaban algo de pasta y la experiencia necesaria para no sucumbir en mi intento de sobrevivir escribiendo historias, en este lado de la ciudad. Estaba loco, decían siempre. Yo asentía mientras liaba un peta más, y me adentraba en aquel pozo urdiendo planes suicidas otra vez.
Mil veces vi el final, el límite. Siempre colocado, y sin asegurar los garbanzos para mañana no era buena forma de pasar los días. Pero cada vez me decía lo mismo: -Una más. Tan sola una historia más.
Doblando la antigua lavandería llegaba a mi casa. Antes de subir, una visita al viejo puesto de Juancho. Un café para llevar y un trozo de pan caliente con carne y cebolla. Una pequeña charla apoyado al portal con Aliana, la chica del primero. Demasiado joven para la mirada licuada que enamoraba a todo el que con ella se tropezaba, demasiado bonita para aquella calle, demasiado acostumbrada a dejarse probar. Pero pura en mis sueños, y en mis lisonjas mañaneras.
Me acurruqué en el sofá, con aliento amargo y un ligero dolor de cabeza empalagoso como el licor que me había bebido.
Una vez más mi viejo recuerdo me visitó antes de dormirme, y una vez más la alejé de mi descanso.
Ella no había entendido mis motivos, y se marchó. Tan lejos como pudo separarse de mi, así lo hizo. Nunca llegué a buscarla, y sé que estará bien. Y si no lo está, yo ya no puedo hacer nada. -Lo siento amor, el maná dejó de brotar de tu boca, y los otros brebajes a los que me invitas ya no me satisfacen. Bye Bye.- Y cerró la puerta.
Duermo ya, y el sol entra por las rendijas de la persiana convirtiendo la desordenada habitación en un enjambre de brillos y sombras. Entre ellas destaca la botella acabada, y el trozo último de pan caliente sobre la alfombra.
Decidí parar con los chicos del bloque, no tenía prisa. Le di varios tragos a las litronas que me ofrecieron, y contacté para un posible encargo. Ellos me suministraban los detalles. Yo les ayudaba y a cambio me pasaban algo de pasta y la experiencia necesaria para no sucumbir en mi intento de sobrevivir escribiendo historias, en este lado de la ciudad. Estaba loco, decían siempre. Yo asentía mientras liaba un peta más, y me adentraba en aquel pozo urdiendo planes suicidas otra vez.
Mil veces vi el final, el límite. Siempre colocado, y sin asegurar los garbanzos para mañana no era buena forma de pasar los días. Pero cada vez me decía lo mismo: -Una más. Tan sola una historia más.
Doblando la antigua lavandería llegaba a mi casa. Antes de subir, una visita al viejo puesto de Juancho. Un café para llevar y un trozo de pan caliente con carne y cebolla. Una pequeña charla apoyado al portal con Aliana, la chica del primero. Demasiado joven para la mirada licuada que enamoraba a todo el que con ella se tropezaba, demasiado bonita para aquella calle, demasiado acostumbrada a dejarse probar. Pero pura en mis sueños, y en mis lisonjas mañaneras.
Me acurruqué en el sofá, con aliento amargo y un ligero dolor de cabeza empalagoso como el licor que me había bebido.
Una vez más mi viejo recuerdo me visitó antes de dormirme, y una vez más la alejé de mi descanso.
Ella no había entendido mis motivos, y se marchó. Tan lejos como pudo separarse de mi, así lo hizo. Nunca llegué a buscarla, y sé que estará bien. Y si no lo está, yo ya no puedo hacer nada. -Lo siento amor, el maná dejó de brotar de tu boca, y los otros brebajes a los que me invitas ya no me satisfacen. Bye Bye.- Y cerró la puerta.
Duermo ya, y el sol entra por las rendijas de la persiana convirtiendo la desordenada habitación en un enjambre de brillos y sombras. Entre ellas destaca la botella acabada, y el trozo último de pan caliente sobre la alfombra.
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