Nunca podría volver a hacer aquello otra vez. Ni por crueles que fueran las circunstancias podría volver a recomponer aquel espantoso escenario de desolación. Aquello había sido el final.
Paula se prometió a si misma que tenía que dejar de ahogar a Pedro de aquella miserable manera. Su aprensión a las relaciones sociales, su falta de empatía con los demás y sus complejos de bicho raro, no podían afectar a su novio hasta el punto de la desesperación. El no tenía la culpa de su estado. Y siempre había intentado sacarla del hoyo, o por lo menos hacer que dejara de escarbar para hundirse más.
Al principio no era demasiado tortuoso. Aceptaba el mundo exterior, como un paréntesis al desarrollo de su vida perfecta, metida en casa. A resguardo.
Salía con Pedro y lo pasaba bien, era el principio de una aventura, se sentía cómoda y todo a su alrededor desaparecía cuando estaban juntos.
Poco a poco, se fue encerrando. Las miradas la lastimaban, las conversaciones la aburrían y es que todos ahí fuera, parecía que vivían una vida plena, de salidas y entradas, de risas y fiestas, de complicidades eternas.
Primero fueron las pastillas para dormir. Enganchada a la televisión se pasaba el día con tranquilizantes. Su alimentación sufrió un lastimero cambio hacia el desastre total, y raro era el día que comía algo fresco o natural. Comida en latas, en bolsas y precocinada era lo que la mantenía.
El tabaco, que nunca le había gustado, se convirtió en el fiel aliado, el compañero inseparable.
Hacía mucho tiempo que había dejado de salir con sus amigos. Los últimos años, se habían convertido en un continuo suplicio de críticas, y desvaríos varios, y ya nadie la soportaba.
Pedro sufría innumerables gritos y chantajes de todo tipo. No podía ver a nadie, todos eran malos. No podía tocarla, el rechazo a su propio cuerpo se había convertido en un verdadero drama. Sus relaciones desaparecieron, a la vez que los antidepresivos tomaron las riendas de su vida.
Pedro lo había intentado todo, pero estaba rendido. Escapaba de vez en cuando y se reunía con los amigos del barrio. Partida de baloncesto y cervezas. Pero cada huida significaba otro horror al volver a casa.
Paula estaba condenada. Nueve años ya de aislamiento y soledad eran muchos.
Su cabeza estaba habitada tan solo por fantasmas. El del odio, la envidia y la rabia hacia los demás.
Era jueves, y se prometió a si misma que Pedro merecía algo mejor, que no llegarían juntos al fin de semana.
El día siguiente voló desde el décimo primer piso. Antes de saltar, se fijó en la gente que charlaba en la terraza del bar que había enfrente de su edificio. Reían amigablemente, sin ningún signo de maldad en sus gestos, y ninguna mirada de reojo inquisidora.
Bajaba cabeza abajo por el séptimo piso, con el camisón ceñido al cuerpo por el aire, sin emitir ni un sólo quejido, y no pudo ver a Pedro que se bajaba en aquel preciso instante del coche, al lado del portal.
Sonriendo saludó a un vecino, y se puso las gafas de sol, dudó por un instante en acercarse a tomar una cerveza al bar de enfrente, pero finalmente recordó que Paula le había prometido que esa misma tarde saldría de casa, y dando un paseo hablarían de su problema.
Un sonido fuerte y seco, fue la primera señal, de que irremediablemente la vida de Pedro cambiaría ese día para siempre.
miércoles, 16 de octubre de 2013
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