Blancas. Las sábanas se enmarañaban entre tus piernas desnudas, mientras yo intentaba apearme de aquella cama, sin despertarte.
Desnudo por el pasillo, intuí el hueco de la puerta de la cocina, y me colé. Sin encender todavía la luz, me acerqué al enorme ventanal, que daba a la terraza de madera y servía como antesala de la playa que se divisaba al fondo. Amanecía.
Azul. El cielo iba cogiendo color, mientras el olor del café recién hecho camuflaba tu perfume que reinaba por toda la casa. Era primavera ya, y mi mente recordaba aquel día que te vi por primera vez, hace ya años. Pensé en coger la bici y acercarme a comprar pan fresco, de nuevo. No lo hice. Aquel otoño había resultado intenso, buscándote. Hasta que por fin, una mañana tu perro, tras perseguirme consiguió tirarme de la bicicleta en aquella plaza desierta. Nunca sabré ni yo mismo si fue el perro o me dejé caer maliciosamente. Pero la sonrisa complice de un tipo sentado en un coche, me hizo sospechar que mi inestabilidad momentánea, no fue inocente.
Amarillo. El ambiente en casa era tenue. La madera interior, se entrelazaba con alguna pared llena de fotos en blanco y negro, que demostraban que nuestra vida estaba llena. Tablas de surf, playas, perros, el Chevy del '68, aquellas guitarras mías, tus piernas, retratos de nuestros amigos, la lluvia, tu vieja Indian Scout del '51, una moto que te había llevado por Canadá y Estados Unidos durante todo un año y que hacerla sonar te había costado tres años de encierro en un garaje, a tiempo completo. Ella era mi única competencia. En definitiva, fotos y más fotos de las que habías hecho tu forma de ganarte la vida.
Verde. La tozudez que nos caracterizaba a los dos, nos hizo insistir en el color del suelo una y otra vez, con el arquitecto de la casa. Queríamos suelo de madera, rústico, del tipo que se usa para los paseos marítimos. Envejecido y de un verde pálido, como gastado. Algo, que a la postre resultó impactante y fundamental en nuestro hogar, y alabado por todo el que entraba. Ese suelo, por el que hoy caminaba descalzo, con un café en la mano me llevaba hasta el salón.
Rojo. Al atravesar las grandes puertas de cristal que se abrían al campo, el Sol perfilaba ya las colinas cercanas, con una delgada línea de luz. Un trago más al vaso de café, y una bocanada de aire fresco despertaba mis pulmones por completo. Estirándome pensé, que sería un buen día para hacer algo juntos.
Canela. Tu cuerpo contrastaba con el color de la ropa de cama de una manera sobrenatural. Parecías estar a dos centímetros de altura de las sábanas. Tu pelo rubio, más largo de lo habitual tapaba parcialmente tu rostro y una parte de tus piernas invadía, la que hasta hacía unos minutos, era mi parte del catre. Mis ojos se posaron, en tus caderas pero rápidamente se desviaron, culpables, al final de tus largas piernas cruzadas. Y era aquella visión, mi mejor despertar.
Tras descorrer el amplio cortinón, la luz invadió nuestra habitación haciéndote mover suavemente. Me acerqué a besarte, y ese olor de nuevo me poseyó. Como podías oler siempre tan bien? Llegué a pensar alguna vez, que no existía el perfume, y que ese era tu olor natural.
Marrón. Abriste aquellos dos misteriosos ojos, que cautivaban por sus profundidad a todo el que se atrevía a mirar tras esas largas pestañas rizadas.
El día había empezado ya.
sábado, 10 de noviembre de 2012
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